domingo, 19 de agosto de 2012

La atracción y la soledad de los opuestos.

Giraban en amplios círculos, con los ojos cerrados; en el mundo no existía nadie más, mientras tenían la sensación de que las estaciones giraban alrededor de ellos, rodeándolos con la suave brisa de la primavera, los cálidos rayos de sol veraniegos... Casi podían sentir los delicados copos de nieve derritiéndose en sus labios, en sus pestañas; apreciaban la caída de las hojas, amarillentas y desgastadas, de las que los árboles se desprenden en otoño. Una elegante vuelta tras otra, siempre unidos por la pureza de sus manos y las extensiones de sus almas, que parecían entrelazarse en los más alto del cielo, en un lugar dulce y cálido. Él podía escuchar la leve risa de ella, veía como fruncía sus labios color fresa en aquella sonrisa perfecta, podía ver cada detalle suyo; sus elegantes omóplatos levemente descubiertos por el precioso vestido negro que él mismo le había regalado apenas unas horas atrás. Sabía que aquello no duraría; que no era posible. Eran tan diferentes... En cambio, allí estaban. Tan solo dos personas en un determinado momento y en un preciso lugar.
No dejaría que la tristeza lo invadiera; no ahora, con ella entre sus brazos, sintiendo su latir eufórico en el pecho, con los pies moviéndose al compás de la canción que ya invadía todo su espíritu.

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