5:17 de la mañana. Doy
vueltas en la cama, no puedo dormir. Me levanto y paseo un poco por la
habitación. Todo está en silencio, no se escucha ni un sólo ruido y eso no me
gusta.
Desde aquel día nunca soy
capaz de descansar toda la noche, y de eso hace ya casi un año. Sus ojos no desaparecen de mi mente. Unos ojos
grises, que no dejan de mirarme.
He tenido que mudarme, que
cambiar de identidad, pero ellos saben dónde estoy. Toda la calle continúa en
silencio, no me parece una buena señal.
Me asomo por la ventana, subiendo un poco el cristal.
Los veo: Son los mismos
tipos que me perseguían en Roma. Tengo
que huir de aquí. Cojo un par de cosas: La foto de mis padres, que beso todas
las noches antes de quedarme dormida, y el camafeo de mi abuela. Me visto y
preparo a la velocidad de la luz una bolsa con un poco de ropa. El corazón se
me acelera, supongo que mi cuerpo aún no se da acostumbrado a estos
sobresaltos.
Reviso de nuevo la ventana y
veo que comienzan ya a salir de los coches. Mi mente empieza a diseñar un plano
del hostal y encuentro mentalmente la escalera de incendios, que da al patio
opuesto a donde me están esperando unos señores no demasiado amables con alguna
que otra arma, listos para acabar con mi vida. Me cuelgo la mochila al hombro y
abro la puerta. Salgo al pasillo y avanzo hacia la ventana que está situada en
la zona norte. Me descuelgo: Primero una pierna, luego la otra. El frío
invernal golpea mi cara, pero no me importa. Creo que puedo escapar de aquí.
Me balanceo, girándome y
quedando sujeta a la escalera de acero. Bajo de forma tan rápida que me quemo
las manos por la fricción y me hago un corte en la palma de la mano izquierda.
Me llevo la herida a la boca y chupo la sangre, limpiándola y cruzando los
dedos para que se me cierre rápido. Sigo descendiendo y doy un pequeño salto,
que me hace aterrizar en la acera. Comienzo a correr de manera desesperada,
mirando de vez en cuando hacia atrás.
Sonrío al ver que nadie me
sigue.
Demasiado fácil.
La siguiente vez que me giro
veo a uno de ellos asomado por la ventana por donde yo salí. Al instante, dos
hombres más se asoman. Entre ellos pude distinguir su mirada penetrante.
Aquellos ojos grises vuelven a mirarme. No me observan desde el mundo de los
sueños, no. Me miran desde el mundo real.
Miro de nuevo hacia
adelante, sacudiendo la cabeza y acelerando el ritmo de mi carrera.
Ya estoy fuera.
Agarro la verja del jardín y
me impulso hacia la izquierda, dando un brusco giro. Me impulso tanto que me
caigo y me lastimo las rodillas. Me pongo enseguida en pie e, ignorando el
escozor que tengo en la mano y las rodillas heridas, continúo corriendo.
Siempre corriendo.
Incansablemente.