Mostrando entradas con la etiqueta Tempus fugit; y yo con él.. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tempus fugit; y yo con él.. Mostrar todas las entradas

jueves, 28 de febrero de 2013

La teoría de los caídos.



¿Podemos realmente empezar de nuevo? Las personas siempre hemos deseado poder hacerlo; cerrar los ojos por la noche y despertar siendo quienes queremos ser.
No creo que eso sea posible. El tiempo pasa, la vida se nos escapa, y lo único que podemos hacer es continuar hacia adelante, y esperar.

Esperar a que llegue a nosotros el amor, la felicidad. A que la persona que amamos sea lo mismo, aunque sepamos que eso no es posible.
Somos animales de costumbre, y muy persistentes, por lo que no nos cansamos de ser arrojados al suelo sin simplemente preguntar el por qué. Sin embargo, nos ponemos en pie, sin saber la razón, tan sólo por la cabezonería de intentar conseguirlo.
Las lágrimas tocan el suelo en el que estamos caídos, mientras simplemente nos las borramos de la cara, con solo un movimiento de la mano.
Y cerramos los ojos y vemos la realidad en la que podemos convertirnos, con un arrojo casi masoquista, porque sabemos que todo esto no puede salir bien. 
La gente desaparece, pasan de largo, y nosotros solo deseamos ser especiales, únicos. Y nos preguntamos: ¿Qué demonios hago aquí? Yo no pertenezco a este lugar, y es entonces cuando volvemos a caer.
 Y como un ser irracional, nos incorporamos y seguimos avanzando, como si no recordásemos la razón de nuestra caída, creyendo que ocurrirá algo que hará que todo acabe bien.
Mientras deseamos cosas, soñamos, y conocemos a personas que llegan a ser esenciales en nuestra vida, volvemos a tocar fondo con un pesimismo absurdo, mas nos erguimos con naturalidad, sin siquiera darnos cuenta de lo que implica nuestra caída, y de que nos cambiará para siempre. 

Y la pregunta vuelve: ¿Qué demonios hago aquí? No pertenezco a este lugar, no pertenezco a este lugar, yo no pertenezco a este lugar…

lunes, 20 de agosto de 2012

Mi camino.


Cada día que mi vida es más rutinaria, constante, indiferente… No creo que esté hecha para vivir así. Necesito algún cambio, aventuras… No sé si un día llegaré a escaparme de casa, no creo que pueda aguantar mucho más así. Todos los días espero que suceda algo emocionante y todos los días me llevo una decepción. Cada vez me distancio más de mi familia, de mis amigos…esperando un retorno a esa vida inesperada, increíble. Pero nunca ocurre y yo me voy separando más de la gente que me quiere y a la que en todo momento quise.
No sé qué me pasa. Me siento decepcionada conmigo misma, y huraña con el resto. Siempre pensé que a mí nunca me pasaría esto. Era una niña risueña, agradable, divertida… Sí, esa es el verbo: ERA. Parece que el colegio acaba, damos vacaciones de Navidad. Una época de felicidad por estar con la familia, por los regalos…o al menos, eso me parecía antes. Ahora es una época como otra cualquiera: de tremendo aburrimiento.
Estoy yendo a mi casa en autobús. Mis padres no están, pero tengo llaves. No sé lo que haré en adelante, no sé si lograré subsistir. Cojo la mochila y le meto cosas que podrían ser importantes, así como una fotografía de mi familia y otra de mis amigos. Me la cuelgo a los hombros, abro la puerta y me voy.
No sé lo que me espera ahí fuera, pero no tengo pensado volver. Al menos por ahora.
He dejado una nota en la nevera:
‘Me voy, no por un día, o una semana. No sé si volveré. Os quería y creo que os sigo queriendo, pero ya no estoy tan segura. Perdonadme. Adiós,
Raquel.  ’ .

La huída.


5:17 de la mañana. Doy vueltas en la cama, no puedo dormir. Me levanto y paseo un poco por la habitación. Todo está en silencio, no se escucha ni un sólo ruido y eso no me gusta.
Desde aquel día nunca soy capaz de descansar toda la noche, y de eso hace ya casi un año. Sus    ojos no desaparecen de mi mente. Unos ojos grises, que no dejan de mirarme.
He tenido que mudarme, que cambiar de identidad, pero ellos saben dónde estoy. Toda la calle continúa en silencio, no  me parece una buena señal. Me asomo por la ventana, subiendo un poco el cristal.
Los veo: Son los mismos tipos que me perseguían en Roma.  Tengo que huir de aquí. Cojo un par de cosas: La foto de mis padres, que beso todas las noches antes de quedarme dormida, y el camafeo de mi abuela. Me visto y preparo a la velocidad de la luz una bolsa con un poco de ropa. El corazón se me acelera, supongo que mi cuerpo aún no se da acostumbrado a estos sobresaltos.
Reviso de nuevo la ventana y veo que comienzan ya a salir de los coches. Mi mente empieza a diseñar un plano del hostal y encuentro mentalmente la escalera de incendios, que da al patio opuesto a donde me están esperando unos señores no demasiado amables con alguna que otra arma, listos para acabar con mi vida. Me cuelgo la mochila al hombro y abro la puerta. Salgo al pasillo y avanzo hacia la ventana que está situada en la zona norte. Me descuelgo: Primero una pierna, luego la otra. El frío invernal golpea mi cara, pero no me importa. Creo que puedo escapar de aquí.
Me balanceo, girándome y quedando sujeta a la escalera de acero. Bajo de forma tan rápida que me quemo las manos por la fricción y me hago un corte en la palma de la mano izquierda. Me llevo la herida a la boca y chupo la sangre, limpiándola y cruzando los dedos para que se me cierre rápido. Sigo descendiendo y doy un pequeño salto, que me hace aterrizar en la acera. Comienzo a correr de manera desesperada, mirando de vez en cuando hacia atrás.
Sonrío al ver que nadie me sigue.
Demasiado fácil.
La siguiente vez que me giro veo a uno de ellos asomado por la ventana por donde yo salí. Al instante, dos hombres más se asoman. Entre ellos pude distinguir su mirada penetrante. Aquellos ojos grises vuelven a mirarme. No me observan desde el mundo de los sueños, no. Me miran desde el mundo real.
Miro de nuevo hacia adelante, sacudiendo la cabeza y acelerando el ritmo de mi carrera.
Ya estoy fuera.
Agarro la verja del jardín y me impulso hacia la izquierda, dando un brusco giro. Me impulso tanto que me caigo y me lastimo las rodillas. Me pongo enseguida en pie e, ignorando el escozor que tengo en la mano y las rodillas heridas, continúo corriendo.
Siempre corriendo.
Incansablemente.